De la preocupación por la violencia
a la ocupación de construir futuro
Preocupación es un término interesante, ya que supone romper el estigma que muchas veces tenemos cuando identificamos algo que no responde o funciona como quisiéramos: entonces, lo etiquetamos. Es también, una palabra evocadora porque implica cuando menos, un acercamiento a otra persona, desde una perspectiva de cuidado y, desde luego, mucho más respetuosa.
Me encantaría acercarme así a los jóvenes. Nos preocupa la violencia, pero la violencia en sí misma, es preocupante en muchos otros ámbitos. Tiene que ver con toda la sociedad. Cuando el enfado se transforma en violencia es porque no somos capaces de ver que hay otra persona, no reconocemos el daño o el dolor que podemos causar.
Esta cuestión me parece clave: En una sociedad que cada vez más promociona los valores individuales frente a los colectivos —cuando el equilibrio entre lo individual y lo colectivo se rompe—, tenemos dificultades para empatizar con los demás, para cuidarlos.
Nuestros jóvenes, hijos e hijas de este tiempo, no quedan ajenos a estas circunstancias. En la pandemia, fueron adolescentes a los que alguien les dijo que toda su energía para hacer cosas, socializar… la guardasen y se quedaran en casa. Y todo ello, en medio de unas circunstancias que vivieron alejadas (a esas edades la muerte y la enfermedad normalmente se viven muy lejanas.)
Quizás muchos se sintieron frustrados, sin respuestas, y ante eso buscaron la anestesia en las pantallas, en los consumos y, también, —en ocasiones— en la violencia.
Se advirtió en los jóvenes, síntomas de ansiedad y dificultades diversas en el ámbito de la salud mental. Todo ello, mientras los mayores estábamos a lo nuestro. No nos dirigimos a ellos, no les explicamos ni involucramos en lo que estaba pasado. Una vez más, la adolescencia se consagró como una etapa de estigma e invisibilización.
Ellos, claro, también sufrieron al ver preocupación en su entorno, y sobre todo en sus progenitores. Y, buenamente, como casi siempre, no quisieron preocuparnos. Pero con la frustración y el enfado pasa como con las leyes de Newton: son una energía que si no sale hacia un lugar lo hace hacia otro, y ahí tenemos el lío montado.
Nuestros hijos e hijas nos hacen más caso de lo que parece; para bien o para mal, continúan nuestro legado. Pero, si no les hacemos caso, si no nos involucramos en sus necesidades, con respeto y cercanía, si asumimos que lo saben todo… quedan a la deriva.
Quizás si los padres y madres o las instituciones transitáramos de la preocupación a la ocupación, los jóvenes podrían…
Sentirnos presentes: es decir, que “estamos ahí”, con la distancia suficiente, pero sin desentendernos;
Construir con nosotros y hacerlo con sus referentes, con su propia narrativa del mundo, de lo que les rodea, de lo que han sido y quieren ser;
Integrar su mundo emocional, cognitivo y físico;
Caer en la cuenta de la importancia del cuidado: pasar de “su mundo” al “mundo de todos y todas”;Entender y comprender la necesidad de los límites para ellos, para nosotros, para todos;
Comprender el sentido de intemperie y responsabilidad: acompañar no es sobreproteger, responsabilizarse es tomar partido y posicionarse.
Es importante mirar en positivo. Quiero romper una lanza en favor de los jóvenes. ¿Tienen dificultades? Sí, claro, como todo el mundo. Pero también hay que fijarse en todo lo que hacen bien, que es mucho más, en cómo van construyendo nuevas formas de vivir, en cómo se van involucrando poco a poco con esta sociedad que les envuelve.
A veces, no hay más que abrir los ojos.